miércoles, 26 de agosto de 2015

Cortázar y Bioy: el mismo Hotel

cortázar y Bioy

CRÓNICA:DIETARIO VOLUBLECRÓNICA
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Un hotel de Montevideo

1 En unas instrucciones de Julio Cortázar para tener miedo, doy con un párrafo que habla de un pueblo de Escocia donde venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. "Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere".

He mirado el reloj. Eran las 15.10 horas. Hacía años que no creía tan literalmente en lo que leía. De hecho, me ha parecido que seguía vivo de puro milagro, al estilo Maradona, cuya genial capacidad camaleónica no deja de fascinarme, hasta el punto de que me quedé de piedra el otro día cuando le vi reaparecer en Show Match, tan aseado y tan distanciado de sus episodios toxicómanos. Qué bárbaro.

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De Maradona he regresado a Cortázar en un viaje argentino improvisado y me he acordado de La puerta condenada, un relato de 1956 donde en un hotel de Montevideo un comerciante oye en la noche el misterioso llanto de un niño tras el armario que tapa una puerta cerrada. El relato de Cortázar comienza así: "A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el Vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción".

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He recordado que mi amiga argentina Vlady Kociancich escribió un ensayo sobre una casualidad de tipo fantástico entre La puerta condenada y Un viaje o El mago inmortal, un relato escrito por Bioy Casares en aquellos mismos días y de trama idéntica a la de Cortázar. Decía Kociancich que si ya la casualidad argumental era rara, la presencia de otras muchas coincidencias lo enrarecía todo aún mucho más. Petrone, el personaje de Cortázar, y el narrador de Bioy tienen la misma profesión y viajan a la misma ciudad, Montevideo (en el Vapor de la carrera, un barco que salía de Buenos Aires a las diez de la noche y llegaba la mañana siguiente a su destino), y están a punto de registrarse en el mismo hotel sombrío y tranquilo. "A Petrone le gustó el Hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros", dice Cortázar. "Juraría que al chofer del taxímetro le ordené que fuera al Hotel Cervantes", se asombra el personaje de Bioy con inquietante perplejidad cuando el taxi se detiene frente al Hotel La Alhambra.

Y aún hay más. Una vista melancólica desde el cuarto de baño aparece casi idéntica en el comienzo de los dos relatos. Y la coincidencia está también en las voces nocturnas de los vecinos de cuarto que despiertan a los personajes: mientras que el llanto enigmático de un niño tras el armario que tapa una puerta condenada impide dormir a Petrone, al don Juan fracasado de Bioy le toca el castigo de una pareja que hace el amor atronadoramente.

4Bioy Casares, en unas declaraciones de los años ochenta: "Sobre Cortázar le voy a contar que estando él en Francia y yo en Buenos Aires escribimos un cuento idéntico. Empezaba la acción en el Vapor de la carrera, como se llamaba entonces. El protagonista iba al Hotel Cervantes de Montevideo, un hotel que casi nadie conoce. Y así, paso a paso, todo era similar, lo que nos alegró a los dos".

Y Cortázar, que siempre habló del poder mágico de los hoteles montevideanos, decía en una entrevista: "Yo quería que en el cuento quedara la atmósfera del Hotel Cervantes, porque tipificaba un poco muchas cosas de Montevideo para mí. Había el personaje del Gerente, la estatua esa que hay (o había) en el hall, una réplica de Venus y el clima general del hotel. No sé quién me recomendó el Cervantes, donde en efecto había una piecita chiquita. Entre la cama, una mesa y un gran armario que tapaba una puerta condenada, el espacio que quedaba para moverme era el mínimo".

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El Hotel Cervantes, en la calle de Soriano entre Convención y Andes, continúa en pie. Así que, si algún día voy a Montevideo, iré a verlo y trataré de alojarme en el segundo piso, en una "pieza chiquita", donde tal vez siga estando ese gran armario que tapa la misteriosa puerta condenada. He mirado en Internet y parece que el hotel no ha cambiado mucho, continúa sombrío y tranquilo, aunque mejor será decir relativamente tranquilo. En el viejo garaje del antiguo teatro de al lado han montado un centro cultural, y hace unos años el hotel (se ha sabido que Gardel y Borges fueron sus ocasionales clientes) fue declarado monumento histórico. Por lo visto, el Gran Oriente de la Francmasonería Mixta Universal realizó los días 12 y 13 de diciembre de 2003, en las instalaciones del hotel uruguayo, su VI Gran Asamblea: "La misma se desarrolló en un ambiente de trabajo intenso, donde reinó la fraternidad, la serenidad, la tolerancia y el respeto mutuo".

Como puede intuirse, el hotel no se ha modernizado nada. Ignoro si continúa ahí la mítica estatua del vestíbulo, la réplica de Venus, pero lo que es seguro es que los viernes y sábados hay "intercambios de parejas"; acuden los llamados swingers, que "andan ganando espacio en la sociedad montevideana, pero lo pierden en materia jurídica". Es como si el intercambio de parejas quisiera recordarnos el intercambio de tramas en los cuentos de Bioy y Cortazar. Cosas que pasan.

En el blog de una muchachita uruguaya, sin duda completamente ajena al cuento de Cortázar, puede leerse acerca del Hotel Cervantes: "Su teléfono es el 900-7991 y tiene un lugar ganado en el tema swinger. Es un hotel viejo y venido a menos, del que me ha dicho mi prima que una vez fue con el novio y vio una cucaracha, y bueno, entonces fue a la recepción a exigir que le devolvieran el dinero". La verdad es que tanto desastre y cucaracha me permiten albergar esperanzas de que hayan dejado intacta la enigmática y condenada puerta, de tal modo que tal vez un día pueda verla y quién sabe si abrirla, aunque sin resolver el misterio nunca.

* Este artículo apareció en la edición impresa del sábado, 12 de mayo de 2007.


¡Buenas! Hoy es domingo, agosto 30, 2020 y son las 7:04 pm

Adolfo Bioy Casares
(Buenos Aires, 1914-1999)

Un viaje o El mago inmortal (1962)
El lado de la sombra
(Buenos Aires: Emecé, 1962, 192 págs.)



O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.
(Don Quijote, II, 22).


      Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul…
       En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda —calculo que se le alargó una cuarta la cara— me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda? Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté —ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear— me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
       Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
       —Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.
       No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
       Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
       Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
       —¿Vamos a dormir la siesta?
       Me pregunté si yo soñaba —lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo— cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
       Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
       —Señor, lo que es mío, es suyo.
       Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad de mi cama camera, me volteó el sueño.
       A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.
       Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.
       Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica, murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
       Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba —sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico— y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.
       La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa —un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando—, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
       El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.
       Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcadamente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».
       Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún más que antes.
       Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho». Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.
       Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación, hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la peruana. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.
       Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.
       —¿Puedo hacer la pieza? —preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.
       —Cómo no —contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.
       En cuanto el viejo se alejó, articulé:
       —Permiso ¿puedo pasar?
       Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.
       Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
       Al entregar la llave, pregunté:
       —¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía?
       Consultaron libros y respondieron:
       —Merlín.
       El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.



"La puerta condenada" 

de Julio Cortázar

Cuento




A ' Petrone le gustó el hotel 'Cervantes por razones , que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaban el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. ,Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala. de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de la habitación, inocente recurso de la ge~encia 'para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo. El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a su habitación. El agua salía hirviendo, yeso compensaba la falta de sol y de aire. En ,la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se abría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara. El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a .Petronc:; q~W el segundo piso em muy "t~q..RquHQ, y que en la únili;~ habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna p'arte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró a19ía siguiente en el ascensor. Se dió cuenta de que era ella por el núm~r:o de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofrecier,a tina enorme moneda de oro~ El portero tomó la llave y la de P~troné para colgarlas en el table- ~o, y'se quedó hablando con la mujer.so1?re unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía jo- cuyo extremo estaban las puertas de su habitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral, daba a una salita con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban, el silencio del hotel parecía coagularse, caer como ceniza sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo. Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dió una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino,' un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron. Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto v se desvistió mientr~s se miraba 'distraído en el espejo' del armario. Era un armario ya vi(:jo, y lo habían adosado a una púerta que daba a la habitación contigua. A Petrone le sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel, pero ahora se daba cqenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia'. 'Pensándolo bien, eh casi todos los hoteles que había conoddo' en su vida -y eran muchosl~s - 'habitaciones tenían alguna pUerta' condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero; ümi ¡nesa o un perchero por deTalÍte, que como en este caso les d~ba.· una cierta ambigüedad, un a\r'ergo'nzado deseo de disimular su éxistencia como una mujer que cree faparse poniéndose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su mad~ra tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero, y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta. No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el veladar, vió que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño. En el primer momento no se dió bien cuenta. Su primer movimiento fué de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama,sin '~ncender la luz, escuchando. No se engañaba, eL llanto venía de la pieza de al lado. El so- . nido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que eri la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que )'a había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses, aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueas y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño -un varÓn, no sabía por qué- débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en lanoche, llorando pudoroso, sin. llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la par'ed, liadie hubiera sabido que en la pieza de'al lado estaba llorando un niño. ' -.) UNIVERSIDAD DE MEXICO Por la mañana Petrohe lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fué peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un torta ansioso que le daba una"calidad teatral, un susurro que atravesabá la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instan'~ ci~s; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado;' una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento' de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar.vivo o amenazado de muerte. "Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó", pensaba Pe·· trone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo. '-¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeño~ en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije. Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente; o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo es~ taba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. "A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar", pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotuda. Se encogió de hombros y pidió el diario . -Habré soñado- dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa. El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácilalegar el cansancio del día y ha:- cerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado. El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí misn'1o ártdatiao en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la' cáma; había también una catta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer. 

J, UNIVERSIDAD DE MEXICO
 Antes de acosta~se estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, blóqueando la puerta los . ., ruIdos' de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía, las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado' se le ocurrió que era al revés ; que todo estaba despierto, anhelosamente despier-to en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa a las gentes de la casa, prestándole~ una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas. Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor no sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no'se podía dormir. El niñó lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo. breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto. Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dió cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado -aunque tan discreto-- consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a es:ondidas, mil veces peor que los mImos .a perros o gatos o sobrinos. La mUjer estaba imitando el llanto de ~u hijo frustrado, consolando el aIre entre sus manos vacías tal vez con la cara mojada de lágri~as, porque el llanto que fing-ía era a la vez su verdadero llant~, su o'}"ot~sco dolor en la soledad de ~ma p~eza de. hotel, protegida por la indIferenCIa y por la madrugada. Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba truncado, hueco falso: el silencio, el llanto, el arru~ llo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto, aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En piyama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino . empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa. Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de la mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado, moviendo cosas. Vió un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto. -¿ Durmió bien anoche? -le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencIa. Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel. -De todas maneras ahora va a estar más tranquilo -dijo el gerente, mirandb las valijas-o La señora se nos va a mediodía. 9 Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos. -Lleva,ba aquí mucho tiempo, y se va aSI de golpe. Nunca se sabe con las mujeres. -No -dijo Petrone-. unca se sabe. En la calle se intió mareado con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto. olvidándo.'e del negocio, indiferente al espléndido sol. El tenía la culpa de que e a mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo ... Era .un enferma, tal vez, pero inofenSIva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Ce.rvantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y p~d~rle que se quedara, jurándole discreción. Dió unos pasos de vuelta y a mitad de camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario. Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido de- .jar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado.Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenando papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas. se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche, supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.



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