La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono. Operación capaz
de cambiar al mundo, la esclavitud poética es revolucionaria por
naturaleza; ejercicio espiritual, es un método de liberación interior.
La poesía revela este mundo; crea otro. Pan de los elegidos; alimento
maldito. Aísla; une. Invitación al viaje; regreso a la tierra natal.
Inspiración, respiración, ejercicio muscular. Plegaria al vacío, diálogo
con la ausencia: el tedio, la angustia y la desesperación la alimentan.
Oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia.
Sublimación, compensación, condensación del inconsciente. Expresión
histórica de razas, naciones, clases. Niega a la historia: en su seno se
resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin
conciencia de ser algo más que tránsito. Experiencia, sentimiento,
emoción, intuición, pensamiento no-dirigido. Hija del azar; fruto del
cálculo. Arte de hablar en una forma superior; lenguaje primitivo.
Obediencia a las reglas; creación de otras. Imitación de los antiguos,
copia de lo real, copia de una copia de la Idea. Locura, éxtasis, logos.
Regreso a la infancia, coitos, nostalgia del paraíso, del infierno, del
limbo. Juego, trabajo, actividad ascética. Confesión. Experiencia
innata. Visión, música, símbolo. Analogía: el poema es un caracol en
donde resuena la música del mundo y metros y rimas no son sino
correspondencias, ecos, de la armonía universal. Enseñanza, moral,
ejemplo, revelación, danza, diálogo, monólogo. Voz del pueblo, lengua de
los escogidos, palabra del solitario. Pura e impura, sagrada y maldita,
popular y minoritaria, colectiva y personal, desnuda y vestida,
hablada, pintada, escrita, ostenta todos los rostros pero hay quien
afirma que no posee ninguno: el poema es una careta que oculta el vacío,
¡prueba hermosa de la superflua grandeza de toda obra humana!
¿Cómo no reconocer en cada una de estas fórmulas al poeta que las
justifica y que al encarnarlas les da vida? Expresiones de algo vivido y
padecido, no tenemos más remedio que adherirnos a ellas condenados a
abandonar la primera por la segunda y a ésta por la siguiente. Su misma
autenticidad muestra que la experiencia que justifica a cada uno de
estos conceptos, los trasciende. Habrá, pues, que interrogar a los
testimonios directos de la experiencia poética. La unidad de la poesía
no puede ser asida sino a través del trato desnudo con el poema.
Al preguntarle al poema por el ser de la poesía, ¿no confundimos
arbitrariamente poesía y poema? Ya Aristóteles decía que “nada hay de
común, excepto la métrica, entre Homero y Empédocles; y por esto con
justicia se llama poeta al primero y fisiólogo al segundo”. Y así es: no
todo poema -o para ser exactos: no toda obra construida bajo las leyes
del metro- contiene poesía. Pero esas obras métricas ¿son verdaderos
poemas o artefactos artísticos, didácticos o retóricos? Un soneto no es
un poema, sino una forma literaria, excepto cuando ese mecanismo
retórico -estrofas, metros y rimas- ha sido tocado por la poesía. Hay
máquinas de rimar pero no de poetizar. Por otra parte, hay poesía sin
poemas; paisajes, personas y hechos suelen ser poéticos: son poesías sin
ser poemas. Pues bien, cuando la poesía se da como una condensación del
azar o es una cristalización de poderes y circunstancias ajenos a la
realidad creadora del poeta, nos enfrentamos a lo poético. Cuando
-pasivo o activo, despierto o sonámbulo- el poeta es el hilo conductor y
transformador de la corriente poética, estamos en presencia de algo
radicalmente distinto; una obra. Un poema es una obra. La poesía se
polariza, se congrega y aísla en un producto humano: cuadro, canción,
tragedia. Lo poético es poesía en estado amorfo; el poema es creación,
poesía erguida. Sólo en el poema la poesía se aísla y revela plenamente.
Es lícito preguntar al poema por el ser de la poesía si deja de
concebirse a éste como una forma capaz de llenarse con cualquier
contenido. El poema no es una forma literaria sino el lugar de encuentro
entre la poesía y el hombre. Poema es un organismo verbal que contiene,
suscita o emite poesía. Forma y sustancia son lo mismo.
Apenas desviamos los ojos de lo poético para fijarlos en el poema, nos
asombra la multitud de formas que asume ese ser que pensábamos único.
¿Cómo asir la poesía si cada poema se ostenta como algo diferente e
irreductible? La ciencia de la literatura pretende reducir a géneros la
vertiginosa pluralidad del poema. Por su misma naturaleza, el intento
padece una doble insuficiencia. Si reducimos la poesía a unas cuantas
formas -épicas, líricas, dramáticas-, ¿qué haremos con las novelas, los
poemas en prosa y esos libros extraños que se llaman: “Aurelia”, “Los
cantos de “Maldoror” o “Nadja”? Si aceptamos todas las excepciones y las
formas intermedias -decadentes, salvajes o proféticas- la clasificación
se convierte en un catálogo infinito. Todas las actividades verbales,
para no abandonar el ámbito del lenguaje, son susceptibles de cambiar de
signo y transformarse en poema: desde la interjección hasta el discurso
lógico. No es ésta la única limitación, ni la más grave, de las
clasificaciones de la retórica. Clasificar no es entender. Y menos aún
comprender. Como todas las clasificaciones, las nomenclaturas son útiles
de trabajo. Pero son instrumentos que resultan inservibles en cuanto se
les quieren emplear para tareas más sutiles que la mera ordenación
externa. Gran parte de la crítica no consiste sino en esta ingenua y
abusiva aplicación de las nomenclaturas tradicionales.
Un reproche parecido debe hacerse a las otras disciplinas que utiliza la
crítica, desde la estilística hasta el psicoanálisis. La primera
pretende decirnos que es un poema por el estudio de los hábitos verbales
del poeta. El segundo, por la interpretación de sus símbolos. El método
estilístico puede aplicarse lo mismo a Mallarmé que a una colección de
versos de almanaque. Otro tanto sucede con las interpretaciones de los
psicólogos, las biografías y demás estudios con que se intenta, y a
veces se alcanza, explicarnos el porqué, el cómo y el para qué se
escribió un poema. La retórica, la estilística, la sociología, la
psicología y el resto de las disciplinas literarias son imprescindibles
si queremos estudiar una obra, pero nada pueden decirnos acerca de su
naturaleza última.
La dispersión de la poesía en mil formas heterogéneas podría inclinarnos
a construir un tipo ideal de poema. El resultado sería un monstruo o un
fantasma. La poesía no es la suma de todos los poemas. Por sí misma,
cada creación poética es una unidad autosuficiente. La parte es el todo.
Cada poema es único, irreductible e irrepetible. Y así, uno se siente
inclinado a coincidir con Ortega y Gasset: nada autoriza a señalar con
el mismo nombre a objetos tan diversos como los sonetos de Quevedo, las
fábulas de La Fontaine y el “Cántico espiritual”.
Esta diversidad se ofrece, a primera vista, como hija de la historia.
Cada lengua y cada nación engendra en la poesía lo que el momento y su
genio particular les dictan. Mas el criterio histórico no resuelve sino
que multiplica los problemas. En el seno de cada período y de cada
sociedad reina la misma diversidad: Nerval y Hugo son contemporáneos,
como lo son Velázquez y Rubens, Valéry y Apollinaire. Si sólo por un
abuso de lenguaje aplicamos el mismo nombre a los poemas védicos y al
hai-ku japonés, ¿no será también un abuso utilizar el mismo sustantivo
para designar experiencias tan diversas como las de San Juan de la Cruz y
su indirecto modelo profano: Garcilaso? La perspectiva histórica
-consecuencia nuestra fatal lejanía- nos lleva a uniformar paisajes
ricos en antagonismos y contrastes. La distancia nos hace olvidar las
diferencias que separan a Sófocles de Eurípides, a Tirso de Lope. Y esas
diferencias no son el fruto de las variaciones históricas, sino de algo
mucho más sutil e inapresable: la persona humana. Así, no es tanto la
ciencia histórica sino la biografía la que podría darnos la llave de la
comprensión del poema. Y aquí interviene un nuevo obstáculo: dentro de
la producción de cada poeta cada obra es también única, aislada e
irreductible. “La Galatea” o “El viaje del Parnaso” no explican a “Don
Quijote de la Mancha”; “Ifigenia” es algo substancialmente distinto del
“Fausto“; Fuenteovejuna”, de “La Dorotea”. Cada obra tiene vida propia y
las “Églogas” no son la “Eneida”. A veces, una obra niega a otra: el
“Prefacio” a las nunca publicadas poesías de Lautréamont arroja una luz
equívoca sobre “Los cantos de Maldoror”; “Una temporada de infierno”
proclama locura la alquimia del verbo de “Las iluminaciones”. La
historia y la biografía nos pueden dar la tonalidad de un período o de
una vida, dibujarnos las fronteras de una obra y describirnos desde el
exterior la configuración de un estilo; también son capaces de
esclarecernos el sentido general de una tendencia y hasta desentrañarnos
el porqué y el cómo de un poema. Pero no pueden decirnos qué es un
poema. La única nota común a todos los poemas consiste en que son obras,
productos humanos, como los cuadros de los pintores y las sillas de los
carpinteros. Ahora bien, los poemas son obras de una manera muy
extraña: no hay entre uno y otro esa relación de filialidad que de modo
tan palpable se da en los utensilios. Técnica y creación, útil y poema
son realidades distintas. La técnica es procedimiento y vale en la
medida de su eficacia, es decir, en la medida en que es un procedimiento
susceptible de aplicación repetida: su valor dura hasta que surge un
nuevo procedimiento. La técnica es repetición que se perfecciona o se
degrada; es herencia y cambio: el fusil reemplaza al arco. La “Eneida”
no substituye a la “Odisea”. Cada poema es un objeto único, creado por
una “técnica” que muere en el momento mismo de la creación. La llamada
“técnica poética” no es transmisible, porque no está hecha de recetas
sino de invenciones que sólo sirven a su creador. Es verdad que el
estilo -entendido como manera común de un grupo de artistas o de una
época- colinda con la técnica, tanto en el sentido de herencia y cambio
cuanto el de ser procedimiento colectivo. El estilo es el punto de
partida de todo intento creador; y por eso mismo, todo artista aspira a
trascender ese estilo comunal o histórico. Cuando un poeta adquiere un
estilo, una manera, deja de ser poeta y se convierte en constructor de
artefactos literarios. Llamar a Góngora poeta barroco puede ser
verdadero desde el punto de vista de la historia literaria, pero no lo
es si se quiere penetrar en su poesía, que siempre es algo más. Es
cierto que los poemas del cordobés constituyen el más alto ejemplo del
estilo barroco, ¿mas no será demasiado olvidar que las formas expresivas
características de Góngora -eso que llamamos ahora su estilo- no fueron
primero sino invenciones, creaciones verbales inéditas y que sólo
después se convirtieron en procedimientos, hábitos y recetas? El poeta
utiliza, adapta o imita el fondo común de su época -esto es, el estilo
de su tiempo- pero trasmuta todos esos materiales y realiza una obra
única. Las mejores imágenes de Góngora -como ha mostrado admirablemente
Dámaso Alonso- proceden precisamente de su capacidad para transfigurar
el lenguaje literario de sus antecesores y contemporáneos. A veces,
claro está, el poeta es vencido por el estilo. (Un estilo que nunca es
suyo, sino de su tiempo: el poeta no tiene estilo.) Entonces la imagen
fracasada se vuelve bien común, botín para los futuros historiadores y
filólogos. Con estas piedras y otras parecidas se construyen esos
edificios que la historia llama estilos artísticos.
No quiero negar la existencia de los estilos. Tampoco afirmo que el
poeta crea de la nada. Como todos los poetas, Góngora se apoya en un
lenguaje. Ese lenguaje era algo más preciso y radical que el habla: un
lenguaje literario, un estilo. Pero el poeta cordobés trasciende ese
lenguaje. O mejor dicho: lo resuelve en actos poéticos irrepetibles:
imágenes, colores, ritmos, visiones: poemas. Góngora trasciende el
estilo barroco; Garcilaso, el toscano; Rubén Darío, el modernista. El
poeta se alimenta de estilos. Sin ellos, no habría poemas. Los estilos
nacen, crecen y mueren. Los poemas permanecen y cada uno de ellos
constituye una unidad autosuficiente, un ejemplar aislado, que no se
repetirá jamás.
El carácter irrepetible y único del poema lo comparten otras obras:
cuadros, esculturas, sonatas, danzas, monumentos. A todas ellas es
aplicable la distinción entre poema y utensilio, estilo y creación. Para
Aristóteles la pintura, la escultura, la música y la danza son también
formas poéticas, como la tragedia y la épica. De allí que al hablar de
la ausencia de caracteres morales en la poesía de sus contemporáneos,
cite como ejemplo de esta omisión al pintor Zeuxis y no a un poeta
trágico. En efecto, por encima de las diferencias que separan a un
cuadro de un himno, a una sinfonía de una tragedia, hay en ellos un
elemento creador que los hace girar en el mismo universo. Una tela, una
escultura, una danza son, a su manera, poemas. Y esa manera no es muy
distinta a la del poema hecho de palabras. La diversidad de las artes no
impide su unidad. Más bien la subraya.
Las diferencias entre palabras, sonido y color han hecho dudar de la
unidad esencial de las artes. El poema está hecho de palabras, seres
equívocos que si son color y sonido son también significado; el cuadro y
la sonata están compuestos de elementos más simples: formas, notas y
colores que nada significan en sí. Las artes plásticas y sonoras parten
de la no-significación; el poema, organismo anfibio, de la palabra, ser
significante. Esta distinción me parece más sutil que verdadera. Colores
y sones también poseen sentido. No por azar los críticos hablan de
lenguajes plásticos y musicales. Y antes de que estas expresiones fueran
usadas por los entendidos, el pueblo conoció y practicó el lenguaje de
los colores, los sonidos y las señas. Resulta innecesario, por otra
parte, detenerse en las insignias, emblemas, toques llamadas y demás
formas de comunicación no verbal que emplean ciertos grupos. En todas
ellas el significado es inseparable de sus cualidades plásticas o
sonoras.
En muchos casos, colores y sonidos poseen mayor capacidad evocativa que
el habla. Entre los aztecas el color negro estaba asociado a la
oscuridad, el frío, la sequía, la guerra y la muerte. También aludía a
ciertos dioses: Tezcatlipoca, Mixcóatl; a un espacio: el norte; a un
tiempo: Técpatl; al sílex; a la luna; al águila. Pintar algo de negro
era como decir o invocar todas estas representaciones. Cada uno de los
cuatro colores significaba un espacio, un tiempo, unos dioses, unos
astros y un destino. Se nacía bajo el signo de un color, como los
cristianos nacen bajo un santo patrono. Acaso no resulte ocioso añadir
otro ejemplo: la función dual del ritmo en la antigua civilización
china. Cada vez que se intenta explicar las nociones de Yin y Yang -los
dos ritmos alternantes que forman el Tao- se recurre a términos
musicales. Concepción rítmica del cosmos, la pareja Yin y Yang es
filosofía y religión, danza y música, movimiento rítmico impregnado de
sentido. Y del mismo modo, no es abuso del lenguaje figurado, sino
alusión al poder significante del sonido, el empleo de expresiones como
armonía, ritmo o contrapunto para calificar a las acciones humanas. Todo
el mundo usa estos vocablos, a sabiendas de que poseen sentido, difusa
intencionalidad. No hay colores ni sones en sí, desprovistos de
significación: tocados por la mano del hombre, cambian de naturaleza y
penetran en el mundo de las obras. Y todas las obras desembocan en la
significación; lo que el hombre roza, se tiñe de intencionalidad: es un
ir hacia... El mundo del hombre es el mundo del sentido. Tolera la
ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de
sentido. El silencio mismo está poblado de signos. Así, la disposición
de los edificios y sus proporciones obedecen a una cierta intención. No
carecen de sentido -más bien puede decirse lo contrario- el impulso
vertical del gótico, el equilibrio tenso del templo griego, la redondez
de la estupa budista o la vegetación erótica que cubre los muros de los
santuarios de Orissa. Todo es lenguaje.
Las diferencias entre el idioma hablado o escrito y los otros -plásticos
o musicales- son muy profundas, pero no tanto que nos haga olvidar que
todos son, esencialmente, lenguaje: sistemas expresivos dotados de poder
significativo y comunicativo. Pintores, músicos, arquitectos,
escultores y demás artistas no usan como materiales de composición
elementos radicalmente distintos de los que emplea el poeta. Sus
lenguajes son diferentes, pero son lenguaje. Y es más fácil traducir los
poemas aztecas a sus equivalentes arquitectónicos y escultóricos que a
la lengua española. Los textos tántricos o la poesía erótica Kavya
hablan el mismo idioma de las esculturas de Konarak. El lenguaje del
“Primero sueño” de Sor Juana no es muy distinto al del Sagrario
Metropolitano de la ciudad de México. La pintura surrealista está más
cerca de la poesía de ese movimiento que de la pintura cubista.
Afirmar que es imposible escapar del sentido, equivale a encerrar a
todas las obras -artísticas o técnicas- en el universo nivelador de la
historia. ¿Cómo encontrar un sentido que no sea histórico? Ni por sus
materiales ni por sus significados las obras trascienden al hombre.
Todas son “un para” y “un hacia” que desembocan en un hombre concreto,
que a su vez sólo alcanza significación dentro de un historia precisa.
Moral, filosofía, costumbres, artes, todo, en fin, lo que constituye la
expresión de un período determinado participa de lo que llamamos estilo.
Todo estilo es histórico y todos los productos de una época, desde sus
utensilios más simples hasta sus obras más desinteresadas, están
impregnados de historia, es decir, de estilo. Pero esas afinidades y
parentescos recubren diferencias específicas. En el interior de un
estilo es posible descubrir lo que separa a un poema de un tratado en
verso, a un cuadro de una lámina educativa, a un mueble de una
escultura. Ese elemento distintivo es la poesía. Sólo ella puede
mostrarnos la diferencia entre creación y estilo, obra de arte y
utensilio.
Cualquiera que sea su actividad y profesión, artista o artesano, el
hombre transforma la materia prima: colores, piedras, metales, palabras.
La operación transmutadora consiste en lo siguiente: los materiales
abandonan el mundo ciego de la naturaleza par ingresar en el de las
obras, es decir, en el de las significaciones. ¿Qué ocurre, entonces,
con la materia piedra, empleada por el hombre para esculpir una estatua y
construir una escalera? Aunque la piedra de la estatua no sea distinta a
la de la escalera y ambas estén referidas a un mismo sistema de
significaciones (por ejemplo: las dos forman parte de una iglesia
medieval), la transformación que la piedra ha sufrido en la escultura es
de naturaleza diversa a la que convirtió en escalera. La suerte del
lenguaje en manos de prosistas y poetas puede hacernos vislumbrar el
sentido de esa diferencia.
La forma más alta de la prosa es el discurso, en el sentido recto de la
palabra. En el discurso las palabras aspiran a constituirse en
significado unívoco. Este trabajo implica reflexión y análisis. Al mismo
tiempo, entraña un ideal inalcanzable, porque la palabra se niega a ser
mero concepto, significado sin más. Cada palabra -aparte de sus
propiedades físicas- encierra una pluralidad de sentidos. Así, la
actividad del prosista se ejerce contra la naturaleza misma de la
palabra. No es cierto, por tanto, que M. Jourdain hablase en prosa sin
saberlo. Alfonso Reyes señala con verdad que no se puede hablar en prosa
sin tener plena conciencia de lo que se dice. Incluso puede agregarse
que la prosa no se habla: se escribe. El lenguaje hablado está más cerca
de la poesía que de la prosa; es menos reflexivo y más natural y de ahí
que sea más fácil ser poeta sin saberlo que prosista. En la prosa la
palabra tiende a identificarse con uno de sus posibles significados, a
expensas de los otros: al pan, pan; y al vino, vino. Esta operación es
de carácter analítico y no se realiza sin violencia, ya que la palabra
posee varios significados latentes, es una cierta potencialidad de
direcciones y sentidos. El poeta, en cambio, jamás atenta contra la
ambigüedad del vocablo. En el poema el lenguaje recobra su originalidad
primera, mutilada por la reducción que le imponen prosa y habla
cotidiana. La reconquista de su naturaleza es total y afecta a los
valores sonoros y plásticos tanto como a los significativos. La palabra,
al fin en libertad, muestra todas sus entrañas, todos sus sentidos y
alusiones, como un fruto maduro o como un cohete en el momento de
estallar en el cielo. El poeta pone en libertad su materia. El prosista
la aprisiona.
Otro tanto ocurre con formas, sonidos y colores. La piedra triunfa en la
escultura, se humilla en la escalera. El color resplandece en el
cuadro, el movimiento del cuerpo, en la danza. La materia, vencida o
deformada en el utensilio, recobra su esplendor en la obra de arte. La
operación poética es de signo contrario a la manipulación técnica.
Gracias a la primera, la materia reconquista su naturaleza: el color es
más color, el sonido es plenamente sonido. En la creación poética no hay
victoria sobre la materia o sobre los instrumentos, como quiere una
vana estética de artesanos, sino un poner en libertad la materia.
Palabras, sonidos, colores y demás materiales sufren una transmutación
apenas ingresan en el círculo de la poesía. Sin dejar de ser
instrumentos de significación y comunicación, se convierten en otra
cosa. Ese cambio -al contrario de lo que ocurre en la técnica- no
consiste en abandonar su naturaleza original, sino en volver a ella. Ser
“otra cosa” quiere decir ser la “misma” cosa: la cosa misma, aquello
que real y primitivamente son.
Por otra parte, la piedra de la estatua, el rojo del cuadro, la palabra
del poema, no son pura y simplemente piedra, color, palabra: encarnan
algo que los trasciende y traspasa. Sin perder sus valores primarios, su
peso original, son también como puentes que nos llevan a otra orilla,
puertas que se abren a otro mundo de significados indecibles por el mero
lenguaje. Ser ambivalente, la palabra poética es plenamente lo que es
-ritmo, color, significado- y, asimismo, es otra cosa: imagen. La poesía
convierte la piedra, el color, la palabra y el sonido en imágenes. Y
esta segunda nota, el ser imágenes, y el extraño poder que tienen para
suscitar en el oyente o en el espectador constelaciones de imágenes,
vuelve poemas todas las obras de arte.
Nada prohíbe considerar poemas las obras plásticas y musicales, a
condición de que cumplan las dos notas señaladas: por una parte,
regresar sus materiales a lo que son -materia resplandeciente u opaca- y
así negarse al mundo de la utilidad; por la otra, transformarse en
imágenes y de este modo convertirse en una forma peculiar de la
comunicación. Sin dejar de ser lenguaje -sentido y transmisión del
sentido- el poema es algo que está más allá del lenguaje. Mas eso que
está más allá del lenguaje sólo puede alcanzarse a través del lenguaje.
Un cuadro será poema si es algo más que lenguaje pictórico. Piero de la
Francesca, Masaccio, Leonardo o Ucello no merecen, ni consienten, otro
calificativo que el de poetas. En ellos la preocupación por los medios
expresivos de la pintura, esto es, por el lenguaje pictórico, se
resuelve en obras que transcienden ese mismo lenguaje. Las
investigaciones de Masaccio y Ucello fueron aprovechadas por sus
herederos, pero sus obras son algo más que esos hallazgos técnicos: son
imágenes, poemas irrepetibles. Ser un gran pintor quiere decir ser un
gran poeta: alguien que transciende los límites de su lenguaje.
En suma, el artista no se sirve de sus instrumentos -piedra, sonido,
color o palabra- como el artesano, sino que los sirve para que recobren
su naturaleza original. Servidor del lenguaje, cualquiera que sea éste,
lo transciende. Esta operación paradójica y contradictoria -que se
analizará más adelante- produce la imagen. El artista es creador de
imágenes: poeta. Y su calidad de imágenes permite llamar poemas al
“Cántico espiritual” y a los himnos védicos, al hai-ku y a los sonetos
de Quevedo. El ser imágenes lleva a las palabras, sin dejar de ser ellas
mismas, a trascender el lenguaje, en tanto que sistema dado de
significaciones históricas. El poema, sin dejar de ser palabra e
historia, transciende la historia. A reserva de examinar con mayor
detenimiento en qué consiste este traspasar la historia, puede
concluirse que la pluralidad de poemas no niega, sino afirma, la unidad
de la poesía.
Cada poema es único. En cada obra late, con mayor o menor intensidad,
toda la poesía. Por tanto, la lectura de un solo poema nos revelará con
mayor certeza que cualquier investigación histórica o filológica qué es
la poesía. Pero la experiencia del poema -su recreación a través de la
lectura o la recitación- también ostenta una desconcertante pluralidad y
heterogeneidad. Casi siempre la lectura se presenta como la revelación
de algo ajeno a la poesía propiamente dicha. Los pocos contemporáneos de
San Juan de la Cruz que leyeron sus poemas, atendieron más bien a su
valor ejemplar que a su fascinante hermosura. Muchos de los pasajes que
admiramos en Quevedo dejaban fríos a los lectores del siglo XVII, en
tanto que otras cosas que nos repelen o aburren constituían para ellos
los encantos de la obra. Sólo por un esfuerzo de comprensión histórica
adivinamos la función poética de las enumeraciones históricas en las
“Coplas” de Manrique. Al mismo tiempo, nos conmueven, acaso más
hondamente que a sus contemporáneos, las alusiones a su tiempo y al
pasado inmediato. Y no sólo la historia nos hace leer con ojos distintos
un mismo texto. Para algunos el poema es la experiencia del abandono;
para otros, del rigor. Los muchachos leen versos para ayudarse a
expresar o conocer sus sentimientos, como si sólo en el poema las
borrosas, presentidas facciones del amor, del heroísmo o de la
sensualidad pudiesen contemplarse con nitidez. Cada lector busca algo en
el poema. Y no es insólito que lo encuentre: ya lo lleva dentro.
No es imposible que después de este primer y engañoso contacto, el
lector acceda al centro del poema. Imaginemos ese encuentro. En el flujo
y reflujo de nuestras pasiones y quehaceres (escindidos siempre,
siempre yo y mi doble y el doble de mi otro yo), hay un momento en que
todo pacta. Los contrarios no desaparecen, pero se funden por un
instante. Es algo así como una suspensión del ánimo: el tiempo no pesa.
Los Upanishad enseñan que esta reconciliación es “ananda” o deleite con
lo Uno. Cierto, pocos son capaces de alcanzar tal estado. Pero todos,
alguna vez, así haya sido por una fracción de segundo, hemos vislumbrado
algo semejante. No es necesario ser un místico para rozar esta
certidumbre. Todos hemos sido niños. Todos hemos amado. El amor es un
estado de reunión y participación, abierto a los hombres: en el acto
amoroso la conciencia es como la ola que, vencido el obstáculo, antes de
desplomarse se yergue en una plenitud en la que todo -forma y
movimiento, impulso hacia arriba y fuerza de gravedad- alcanza un
equilibrio sin apoyo, sustentado en sí mismo. Quietud del movimiento. Y
del mismo modo que a través de un cuerpo amado entrevemos una vida más
plena, más vida que la vida, a través del poema vislumbramos el rayo
fijo de la poesía. Ese instante contiene todos los instantes. Sin dejar
de fluir, el tiempo se detiene, colmado de sí.
Objeto magnético, secreto sitio de encuentro de muchas fuerzas
contrarias, gracias al poema podemos acceder a la experiencia poética.
El poema es una posibilidad abierta a todos los hombres, cualquiera que
sea su temperamento, su ánimo o su disposición. Ahora bien, el poema no
es sino eso: posibilidad, algo que sólo se anima al contacto de un
lector o de un oyente. Hay una nota común a todos los poemas, sin la
cual no serían nunca poesía: la participación. Cada vez que el lector
revive de veras el poema, accede a un estado a un estado que podemos
llamar poético. La experiencia puede adoptar esta o aquella forma, pero
es siempre un ir más allá de sí, un romper los muros temporales, para
ser otro. Como la creación poética, la experiencia del poema se da en la
historia, es historia y, al mismo tiempo, niega a la historia. El
lector lucha y muere con Héctor, duda y mata con Arjuna, reconoce las
rocas natales con Odiseo. Revive una imagen, niega la sucesión, revierte
el tiempo. El poema es mediación: por gracia suya, el tiempo original,
padre de los tiempos, encarna en un instante. La sucesión se convierte
en presente puro, manantial que se alimenta a sí mismo y trasmuta al
hombre. La lectura del poema ostenta una gran semejanza con la creación
poética. El poeta crea imágenes, poemas; y el poema hace del lector
imagen, poesía.
Las tres partes en que se ha dividido este libro se proponen responder a
estas preguntas: ¿hay un decir poético -el poema- irreductible a todo
otro decir?; ¿qué dicen los poemas?; ¿cómo se comunica el decir poético?
Acaso no sea innecesario repetir que nada de lo que se afirme debe
considerarse mera teoría o especulación, pues constituye el testimonio
del encuentro con algunos poemas. Aunque se trata de una elaboración más
o menos sistemática, la natural desconfianza que despierta esta clase
de construcciones puede, en justicia, mitigarse. Si es cierto que en
toda tentativa por comprender la poesía se introducen residuos ajenos a
ella -filosóficos, morales u otros- también lo es que el carácter
sospechoso de toda poética parece como redimido cuando se apoya en la
revelación que, alguna vez, durante unas horas, nos otorgó un poema. Y
aunque hayamos olvidado aquellas palabras y hayan desaparecido hasta su
sabor y significado, guardamos viva aún la sensación de unos minutos de
tal modo plenos que fueron tiempo desbordado, alta marea que rompió los
diques de la sucesión temporal. Pues el poema es vía de acceso al tiempo
puro, inmersión en las aguas originales de la existencia. La poesía no
es nada sino tiempo, ritmo perpetuamente creador.
El arco y la lira, México, F.C.E., 1986Fuente foto