¡Buenas! Hoy es jueves, noviembre 8, 2012 y son las 7:16 pm
Julio
Cortázar
(1914-1984)
Las babas del diablo
(Las armas secretas, 1959)
Nunca se sabrá cómo hay que
contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del
plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se
pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los
ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen
corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué
diablos.
Puestos a contar, si
se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola
(porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de
decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es
también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor
puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella
—la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y
sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa
con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no
se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que
escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy
muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que
las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí
pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy
muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue
el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por
esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la
mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).
De repente me
pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a
preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente
por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me
parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen
cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se
está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el
cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a
su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es
dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza
de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando
pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al
respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que
pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor,
cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla
molesta del estómago.
Y ya que vamos a
contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa
hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos
y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en
París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar
fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más
difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de
repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que
verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que
estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una
verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para
mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna
manera con esto, sea lo que fuere.
Vamos a contarlo
despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me
sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza
alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo
continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo
eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar
correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré
nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos
para alguno que lo lea.
Roberto Michel,
franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del
número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre del
año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados).
Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado
sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la
Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos
un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las
viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras
comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos
últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y
amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los
muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la
Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once
tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé
hasta la isla Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un
rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que
siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y
eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y
cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces
más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo mismo), me
senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del
domingo.
Entre las muchas
maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías,
actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige
disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de
estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la
estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing
Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el
deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un
rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una
chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que
el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de
ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una
gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba
salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin
encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora,
qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el
río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera
pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el
dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba
viento.
Después seguí por
el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima
placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al
río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y,
claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy
viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar
por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los
guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un
cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el
fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.
Lo que había
tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre,
aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre,
de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando
las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las
plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme
por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una
liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y
después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura,
y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada
gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás
que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida,
conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
Tan claro era todo
eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la
punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver
bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese
primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una
veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí
vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía
la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas
murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar
rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros
mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se
bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas
maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve
posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a
las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.
Del chico recuerdo
la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después),
mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su
cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para
decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi
hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía
frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y
sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y
horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre
las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango
verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos
ráfagas de fango verde.
Seamos justos, el
chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo
hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o
ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del
bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil
nada tonto —pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y
una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un
par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de
los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero sin
un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes
de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría
por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir
al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o
botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa
sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en
las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado
de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la
esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de
Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo)
y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas,
sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos,
la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en
los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa
incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad
parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era
la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado,
vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole.
(Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas.
Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan
pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que
mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y
se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos
minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la
punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer
esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó
antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su
encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el
comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que
naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el
placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a
cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del
juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la
previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita,
una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido,
queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo
seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente
incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la
cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del
brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá
empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle
el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún
no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil,
aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca
en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.
Curioso que la
escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes)
tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi
foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera
gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante
del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el
diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un
auto detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de
la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto
había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte)
de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza.
Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel
y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para
alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía
suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba
y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer
había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el
parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más
alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su
risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar
ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con
un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto
negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado
gris...
Levanté la
cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al
acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión
que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen
rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible
fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su
tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus
últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé
los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en
el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que
ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del
chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar
fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré,
puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con
dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una
cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse
quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de
opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de
otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran
pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes,
la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer
por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte
de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así,
podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico,
y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo
imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de
excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese
chico.
Michel es culpable
de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar
excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre
repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las
claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y
ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso
a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con
el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para
comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el
chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente
hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente
presos en una pequeña imagen química.
Lo podría contar
con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie
tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el
rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de
París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se
me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las
buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la
fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino que
cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo
decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba
quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi
increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y
en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose
como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.
Pero los hilos de
la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar
minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras
se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples
movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme,
oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba
ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la
comedia.
Empezó a caminar
hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer.
De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le
cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca
le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa
independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo,
payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los
ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles,
más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba
cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos
de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la
calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué
decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba
miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio:
hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que
romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo
que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas,
del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían,
pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de
espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y
absurdo gesto del acosado que busca la salida.
Lo que sigue
ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso.
Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo;
sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo que debían
ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala
tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de un
mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el
adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la
ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un
afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que
sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la
serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le
interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día
estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y
melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo
petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo
la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el
chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las
piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia
inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza
de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la
foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera
por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José
Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras
en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había
ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten
exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se
dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla,
con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres
metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en
el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la
manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal
pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos,
por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo
que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos y
miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el
pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para
valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y
me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto,
recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la
fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena
del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo;
mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les
ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había
optado por irme sin una acabada demostración de privilegios,
prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo verdaderamente
importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de
que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado,
pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había
dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora
estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso
que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla;
Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza.
En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.
No por buena
acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento
no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la
pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la
condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las
hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la
terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al
cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde
proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico
y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.
Pero las manos ya
eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans
la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés —y vi la
mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí
no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una
máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla,
una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando
no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello
del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima
que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano
se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla,
quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o
dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando,
explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde
Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris,
cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos
del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las
manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al
hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y
un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro
después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo
que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera
tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había
llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no
había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que
entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa
mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni
alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su
terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo
petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer
a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto
sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas
excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y
yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi
fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí
mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido
tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la
corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto
conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban
vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo
desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un
quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese
niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz
de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de
decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al
payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta
contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o
simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una
pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba
y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había
como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio
físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité
terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme,
diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente
sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la
cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y
entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin
perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con
los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido
y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé
a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo
delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz
porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en
foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar
sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda
vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a
su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había
necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía
apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la
imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía
temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas
al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un
bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise
mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.
Ahora pasa una gran
nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que
queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo
perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la
pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los
dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda,
paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y
a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto
restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la
imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara,
quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las
palomas, a veces, y uno que otro gorrión.